Quienes conocemos nuestro país de primera mano sabemos que existen dos muy distintos. Está, por ejemplo, el México mayoritario, en el cual habitan los ciudadanos del tercer mundo, aquellos que se enfrentan de manera habitual a la miseria, al crimen, la inseguridad y la corrupción o que viven en carne propia los 22 de abril, los Ayotzinapa, los Aguas Blancas, los Acteales y los Tlaltelolcos.

Por otro lado tenemos también al México pequeño, el Mexiquito, ese que está conformado por los afortunados y pudientes, mismos que son dueños de variados e interesantes perfiles, tan humanos como sorprendentes y paradójicos.

Están los que viven (y a veces hasta sufren) los temas sociales (en Facebook y Twitter, de preferencia). Los que cuando descubren que alguien no tiene la costumbre de ir a Estados Unidos dos veces al año se cuestionan boquiabiertos: “¿Entonces dónde compra su ropa esta persona?”, o los que lanzan críticas agudas al sinsentido de la idiosincrasia mexicana de esta manera: “O sea, ¡qué onda con los mexicanos!; típico que conocen de pé a pá Europa y de México nada; ¡o seaaa!

Eso es lo lindo del cine; mientras más de media nación vive al día con menos del salario mínimo, el cachito de nación restante se desgarra las vestiduras con los temas sociales de moda en las redes sociales (Gaza, Obama, homosexualidad, bullying, Peña Nieto, policías asesinos, vestidos dorado con blanco o azul con negro…) y se da el tiempo para ir al cine a ver películas como “A la mala” (Pedro Pablo Ibarra, 2015), en donde se narran las desventuras propias de un entorno social de primer mundo.

La cinta está protagonizada por actores que representan un México de clase alta o media/alta: cutis limpio, piel clara y ropa de diseñador. ¡Ah!, pero eso no quiere decir que ellos no sufran, al contrario, pues las angustias colman su existencia de manera permanente.

Tomemos el ejemplo del personaje principal de esta película, María Laura Medina (Aislinn Derbez), apodada Mala por las primeras sílabas de sus nombres quien, buscando hacerse de una carrera como actriz, tiene que sufrir las crueles humillaciones a su arte al rebajarse a hacer publicidad para poder pagarle la renta a su roommate.

Con su ego a todo lo que da, a Mala le es dificilísimo obtener un papel, así que, por azares del destino, se le ocurre dedicarse a una profesión por demás inverosímil: coquetearle a los novios de mujeres celosas, quienes le pagan sendos cheques para ver si sus hombres caen en sus redes y son propensos a la infidelidad.

La labor de Mala comienza a complicarse cuando una productora manipuladora (Daniela Schmidt) le promete un papel importante si logra romperle el corazón a Santiago, uno de sus ex novios (Mauricio Ochmann), un empresario tequilero a quien planea consolar después.

Lo malo es que (y aquí es donde el guión brilla por su originalidad), la aspirante a actriz se enamora de su víctima, por lo que en adelante tendrá que deliberar sobre cómo resolver su terrible dilema: continuar con su plan y obtener el ansiado papel o de plano renunciar a su sueño, confesarle su pecadillo a Santiago, declararle su amor, implorarle perdón y de pasada terminar enamorados y felices ambos.

La cinta tiene lo suficiente como para satisfacer al sector femenino y joven de la audiencia, a quien no le estorbará la enorme cantidad de lugares comunes que pululan en la trama: que Mala y Santiago se “odien” al inicio o que él sea un empresario millonario nefasto por fuera, pero que tiene un lado oculto: toca el piano y planea construir escuelas de música para los niños pobres.

Habrá gente que aplauda el innecesario cameo de Eugenio Derbez (padre de la protagonista en la vida real) o que no vea la incongruencia de que en una cinta tan light haya un semidesnudo de una chica guapísima (no es que me queje). Hasta la próxima.


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