Es el primer día de clases y cada uno de los hermanos De la Rosa tiene un trabajo que hacer.

Naomi barre el piso, y sale apresurada. Jim, el hermano mayor, la va a llevar a la preparatoria Pueblo Magnet, donde cursa el segundo año.

Bobby, de 10 años, atiende a su papá mientras espera que Bill, su otro hermano mayor, deje de hablar por teléfono y lo encamine a la escuela.

“¿Vas a querer cereal? Está bien, vamos, yo te sirvo”. Bobby entra a la cocina seguido de su padre, quien a sus 82 años se apoya en un andador para caminar.

Bobby ya se hizo su propio desayuno: un sándwich de crema de cacahuate.

“Aquí está tu plátano y un cuchillo”, le dice a su padre antes de plantarle un beso en la frente.

La mamá, Gloria, está a 60 millas de toda esta actividad, sola en su pequeño departamento en Nogales, Sonora, alistándose para otro día limpiando casas.

En el 2009, Gloria Arellano de la Rosa, de 46 años, fue a Ciudad Juárez, México, a lo que pensaba sería una cita para obtener su residencia permanente. Todo parecía ser un hecho –había estado siguiendo los consejos de una abogada y estaba siendo patrocinada por su esposo con quien en ese entonces llevaba más de una década casada.

Pero en vez de la residencia, obtuvo un castigo de 10 años, durante los cuales no podría regresar a Estados Unidos. Esto porque años atrás había cruzado de manera ilegal después de que se le venció su visa.

Si es que trataba de cruzar de manera ilegal nuevamente, se arriesgaría a nunca poder vivir al lado de sus hijos en este país sin temor a ser deportada.

Gloria y su esposo, Arsenio de la Rosa, consideraron mudar a toda la familia a México. Al final, Bobby fue quien vivió con Gloria por un año en Nogales, Sonora, hasta que Jim y Bill les pidieron a sus padres que pensaran en qué era lo mejor para el bebé de la familia.

Regresó a Tucsón, un lugar donde tendría mejores oportunidades, pero no a su madre.

La situación de los De la Rosa ilustra la complejidad de las leyes migratorias.

Los hermanos, todos nacidos en Estados Unidos, son ciudadanos y tienen todo el derecho de quedarse en el país. Arsenio, quien nació en Nogales, Sonora, pero de madre estadounidense, solicitó su ciudadanía hasta principios del 2000.

En el 2003 trataron por primera vez de legalizar el estatus migratorio de Gloria, pero un notario presentó los documentos equivocados. Luego, en el 2008, su solicitud fue negada en Tucsón y le dijeron que tenía que hacer los tramites desde su país de origen.

Pero cuando salió de Estados Unidos, automáticamente se activó una disposición establecida en 1996 para castigar a aquellos que habían ingresado al país y permanecido sin documentos.

Los errores, los malos consejos, los retrasos que se interponen entre Gloria y su residencia legal son retos comunes para las familias que viven entre los dos países. La población indocumentada ha crecido a aproximadamente 11 millones de personas, muchas de las cuales han echado raíces y empezado familias.

Son los padres de casi 4.5 millones de niños ciudadanos, calcula el Centro de Investigación Pew.

Debido a la falta de estabilidad en sus vidas familiares, varias investigaciones muestran que los niños en este grupo tienen menor desempeño escolar y tienen una mayor probabilidad de vivir en la pobreza y sufrir depresión y ansiedad.

Eso no sólo es dañino para los niños y sus familias; es malo para todos nosotros, señala Marcelo Suárez-Orozco, rector de la Universidad de California en Los Ángeles y autor de varios informes sobre el tema.

“Piensa dentro de una generación –¿Quiénes crees que van a ser nuestros policías, nuestros enfermeros, nuestros doctores, nuestros abogados?”, pregunta. “Van a ser estos niños”.

Pero la suerte está contra ellos.

BILL

Era una tarde cálida en octubre de 2009, cuando Bill llegó de la escuela para esperar la llamada de sus padres. Habían viajado a Juárez para la tan esperada cita de Gloria con inmigración.

Cuando sonó el teléfono, el entonces estudiante de segundo año de preparatoria rápidamente contestó. Podía escuchar la lluvia detrás de la voz de su madre.

“Mijo, no me la dieron”, le dijo.

“¿Cómo que no?”, preguntó.

“Dijeron que tengo que esperarme 10 años”.

Gloria había estado nerviosa de salir del país, pero Bill estaba seguro. Cada vez que llegaban cartas de inmigración, él las traducía y le aseguraba a su madre que todo saldría bien.

“No hay manera de que no te vayan a dejar entrar”, le decía. No tenía antecedentes penales. Era voluntaria en la comunidad. Ayudaba en las escuelas de sus niños y en la iglesia.

“Tienes cuatro hijos ciudadanos americanos. Mi papá está mayor y batalla con su salud”.

De sólo 15 años cuando recibió esa llamada, Bill sintió su mundo puesto de cabeza. ¿Qué pasaría con su familia? ¿Tendrían que dejar todo atrás para ir a vivir con su madre?

Colgó el teléfono y miró fijamente la foto familiar que les tomaron cuando él tenía 13 años. Arsenio con su traje gris y sombrero vaquero tiene una mirada dura ante la cámara; Gloria, joven y bella, viste de rosa y sostiene a Bobby en su regazo; Naomi posa junto a su padre mientras que Bill y Jim están de pie detrás del grupo.

Fue la última foto de la familia entera, todos juntos en un solo lugar. Hasta el día de hoy la misma foto sigue en la sala.

Bill siempre ha sido el más movido de la familia.

Inmediatamente después de que terminó la llamada se puso a trabajar.

Primero le dio la mala noticia a Jim, quien a sus 17 años era el hermano mayor.

“Cállate”, fue su respuesta incrédula.

“Le dieron 10 años”, dijo Bill, pero eso es todo lo que sabía.

“¿Qué va a pasar ahora?”, quería saber Jim.

“No lo sé”.

Su porte firme y sus lentes serios hacen que Bill parezca el político que algún día quiere llegar a ser. Se describe como un joven responsable y normal que solamente está haciendo lo que se necesita hacer, pero su impulso y motivación van más allá de lo común.

Cuando Gloria batalló para encontrar un trabajo de tiempo completo, Bill –entonces de sólo ocho años– se puso a vender tortillas de harina y tamales: un dólar la docena de tortillas, ocho dólares la docena de tamales hechos en casa.

Nunca tuvo miedo de pedir ayuda cuando él o sus hermanos la necesitaban, siempre encontrando patrocinadores para poder jugar beisbol o ir en viajes escolares que sus padres no podían costear.

Esta vez no fue diferente. Se puso en contacto con abogados, legisladores, cualquier persona que pudiera ayudarles. Conoció a Adelita Grijalva, hija del congresista Raúl Grijalva y parte de la mesa directiva del distrito escolar de Tucsón, cuando participó en el programa de la corte juvenil del Condado de Pima. Le pidió una carta que le dijera al juez lo importante que era que su mamá se quedara con su familia.

“En vez de hacerse pedazos y decir, ‘Estoy en la preparatoria y esto es demasiado para mí’, él solo se hizo cargo”, comentó Adelita Grijalva.

A poco tiempo había formado una red de familiares y amigos de la iglesia que estaba atenta de la familia y ayudaba con comidas preparadas. Bill se enseñó a cocinar buscando recetas por Internet y llamando a su madre en Nogales.

Se aseguraba de que sus hermanos hicieran su tarea, que se cumplieran todas las citas médicas de su padre. A menudo se quedaba despierto después de la medianoche para acabar su propia tarea, después de que todos se habían ido a la cama.

Cuando su madre llamaba de la frontera –durante esos primeros meses, cuando ella iba a la valla fronteriza y lloraba por horas– él trataba de calmarla.

Cuando ella le dijo que ya no podía, él le pidió que tuviera paciencia.

Bill trató de ser fuerte para el resto de la familia.

“Mientras que los viera felices, ese era un alivio para mí”, dijo. Pero a solas en su cuarto lloraba, generalmente de tristeza, al ver a sus hermanos tan desconsolados. Pero aprendió a guardar esas emociones: “Creo que transformé esa desesperación en algo más”.

La motivación de Bill de trabajar duro y buscar el éxito viene de sus padres, quienes siempre le dijeron que la educación era la manera de salir de la pobreza. Cuando él y Jim estaban en la primaria, Gloria los llevaba al hotel donde trabajaba. Mientras limpiaba las habitaciones, ellos cambiaban las fundas de las almohadas o vaciaban los botes de basura.

Su madre quería que vieran lo que era trabajar para ganarse la vida.

“¿Ven qué tanto trabaja su madre porque no fue a la escuela?”, les decía. Gloria sólo cursó hasta cuarto grado de primaria antes de que dejara la escuela para ayudar al gasto familiar.

Bill tomó la lección a pecho. Formó parte de la Sociedad Nacional de Honor y el Consejo Asesor Estudiantil. Organizó el Club de Admisión Universitaria en su escuela para motivar a los estudiantes a que persiguieran una educación superior.

Viaja por todo el país participando en conferencias de liderazgo y aceptando reconocimientos –incluyendo la beca Harry S. Truman, un subsidio altamente prestigioso otorgado a estudiantes con un potencial de liderazgo demostrado y una dedicación al servicio público.

Con ese reconocimiento vino una carta del presidente Obama, la cual Bill le leyó a su madre cuando la visitó en Nogales este verano.

Está estudiando sociología y estudios latinoamericanos con una subespecialidad en gobierno y estudios legales y cursa su último año en la universidad.

Después de eso planea trabajar para ayudar a mejorar la relación entre México y Estados Unidos y “lentamente tratar de encontrar rutas alternativas para enfrentar el tema” de la inmigración.

Bill fue el graduado con las mejores calificaciones de la generación 2012 de la preparatoria Pueblo y fue nombrado uno de mil estudiantes en el país que recibieron una beca de parte del programa Gates Millennium Scholars, la cual pagó su colegiatura en Bowdoin College en el estado de Maine, una de las universidades de artes liberales más notorias de la nación.

Dedicó su discurso de graduación en español a su madre. Aunque no estaba ahí en persona, explicó, ella estaba en su corazón y la amaba.

Fue uno de los momentos cuando más la extrañó – él estaba ahí gracias a ella, pero no pudo verlo subir al escenario.

No pudo escucharlo cuando dio su discurso.

Cuando le ofrecieron una beca a Bowdoin le fue difícil tomar la decisión. Sabía que podía llegar más lejos si acudía a esa universidad, pero si él partía de casa, y con Jim en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos, sería Naomi quien tendría que encargarse de todo.

Una noche antes de irse, llevó a su hermana a comer a Panda Express.

“Mira, ya no voy a estar aquí, ahora todo depende de tí”, le dijo. “Tú tienes estas responsabilidades, pero no tengas miedo de pedir ayuda”.

“Asegúrate de que mi papá esté bien, que esté comiendo bien, y más que nada cuida de Bobby. No dejes que se desespere. Apóyalo, que vaya bien en la escuela y no dejes que se atrase”.

Naomi tenía 12 años.


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La historia continuará en las tres próximas ediciones semanales.

Contacta a Perla Trevizo en ptrevizo@tucson.com o al (520) 573-4213.

Fernanda Echavarri es ex reportera del Arizona Daily Star y de Arizona Public Media, ahora reportera de Latino USA en Nueva York.