Ahí estábamos nosotros, parados y titiritando de frío en una larga fila con decenas de personas, todas en espera del ferri. Mi esposa Linda y yo estábamos en Nueva York y fuimos a ver la Estatua de la Libertad un par de días antes del Año Nuevo.

Parados a un lado de nosotros estaban una mamá mexicana que vive y trabaja en la ciudad y sus dos hijos, quienes la visitaban del estado de Veracruz. Frente a nosotros estaban una pareja que hablaba alemán y su hija. Y a lo largo de la serpenteante fila había muchas otras personas que se veían como visitantes extranjeros. Pudimos escuchar fragmentos de español, chino, francés, idiomas del este de Europa y otras lenguas.

Me impactó lo bello y notable de que uno de los principales destinos turísticos para visitantes extranjeros es el símbolo de libertad más visible de este país y la tierra de bienvenida a inmigrantes. Y ver el gran número de visitantes extranjeros y, estoy seguro, de residentes nacidos en otros países, también me pegó en forma de repudio a nuestro actual estancamiento político y civil en el tema de la inmigración.

¿Por qué una gran cantidad de visitantes nacidos en otros países harán la espera hasta por una hora en línea para ver la Estatua de la Libertad? ¿Por qué visitantes extranjeros siguen viniendo a la Ciudad de Nueva York y a otras ciudades de Estados Unidos, sabiendo que el presidente de este país es un xenófobo cuyo gobierno ha dejado claras sus políticas y actitudes contra extranjeros y contra inmigrantes?

Muestras de ello son:

- La prohibición de ingreso a Estados Unidos de personas de ocho países mayoritariamente musulmanes;

- El recorte de admisiones de refugiados hasta el nivel más bajo desde 1980, cuando surgió el programa de reasentamiento;

- La separación de familias que buscan asilo y la dura detención de miles de inmigrantes jóvenes, principalmente centroamericanos, en centros de detención en malas condiciones y atiborrados en los que han muerto dos niños;

- La cancelación del programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA) para casi 700 mil inmigrantes que fueron traídos a este país siendo niños;

- La terminación del Estatus de Protección Temporal para refugiados de Haití, Nicaragua, El Salvador y Sudán;

- Su referencia a Haití y a algunos países africanos como “shithole” o agujeros de mierda.

Por supuesto, la lista es aún más larga.

La normalización de posturas antiinmigrantes o antiextranjeros no es nada nuevo en nuestra historia. Es algo tan viejo como el país mismo: la primera ley antiinmigración grande fue la Ley de Naturalización de 1790 –dos años después de la ratificación de la Constitución de Estados Unidos– la cual permitió a la “gente blanca libre” de “buena moral” convertirse en ciudadanos de Estados Unidos después de dos años viviendo en el país. Dejó a la gente de color sin posibilidades de ser considerada para la ciudadanía.

Y en el siglo 19 se crearon varias leyes dirigidas a los indeseados e impuros, lo que llevó a la Ley de Exclusión China de 1882 que prohibía la inmigración de los trabajadores chinos a Estados Unidos y permitía la expulsión de algunos obreros chinos. En 1891 nació la primera dependencia federal de inmigración y en 1924 se creó la Patrulla Fronteriza. Y se promulgaron más y más leyes de inmigración, muchas de ellas más restrictivas y apoyadas por movimientos nativistas y por funcionarios electos.

“¿Qué es un ciudadano norteamericano?”, cuestiona retóricamente la escritora e historiadora Jill Lepore en su perspicaz e integral texto del 2018 “These Truths: A History of the United States”, que ha captado mi atención por estos días.

“Antes de la Guerra Civil y por un buen tiempo después de ella, el gobierno de Estados Unidos no tuvo una respuesta concreta a esta pregunta”, escribió.

Todavía no tenemos respuesta. Nuestro país sigue luchando con la pregunta de la ciudadanía –quién la tiene y quién no y quién la merece y quién no. Es una lucha explosiva que ha polarizado el país como ningún otro tema lo ha hecho, salvo por la profunda división creada en la Guerra Civil, donde se derramó sangre sobre la cuestión de la esclavitud y el racismo persistentes en contra de los americanos negros.

Aunque las fuerzas nativistas han sido reforzadas por el presidente Trump, él no es el primero ni el último que demoniza a los inmigrantes, sin importar su estatus legal. Pero la gente seguirá viniendo, atraída por la promesa de la estatua, trayendo sus contribuciones positivas, sus habilidades y su trabajo.

¿Y por qué seguirán viniendo?

El chofer egipto al que le preguntamos mientras manejaba el taxi contestó:

“Por la libertad”.


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Ernesto “Neto” Portillo Jr. es editor de La Estrella de Tucsón. Contáctalo en netopjr@tucson.com o al 573-4187.

Traducido por Liliana López Ruelas.