Banner-University Medical Center South Campus en Tucsón.

Los investigadores de la Universidad de Arizona que intentan salvar a los pacientes con COVID-19 han llegado a lo que consideran un hallazgo crítico: una enzima que normalmente protege al cuerpo está destruyendo las membranas celulares en los órganos de personas con enfermedades graves.

En algunos casos, esto puede causar la muerte o contribuir a casos de “COVID prolongado”, es decir, afectar a aquellas personas que padecen problemas de salud tras mucho tiempo después de que la infección ha alcanzado su punto máximo.

Esta enzima, llamada sPLA2-IIA, tiene similitudes con una enzima que se encuentra en el veneno de la víbora de cascabel y que generalmente se encuentra en pequeñas cantidades en personas sanas. En este caso, su función es proteger a las personas contra infecciones bacterianas y virales.

Los investigadores han descubierto que uno de los factores clave para determinar si una persona podría haber fallecido a causa del virus –que le ha costado la vida a más de 630,000 personas en Estados Unidos y a más de 4 millones en todo el mundo–, es la circulación de esta enzima en grandes cantidades.

Floyd (Ski) Chilton

Como explica Floyd (Ski) Chilton, director de la Iniciativa de Nutrición y Bienestar del Departamento de Agricultura y Ciencias Naturales de la Universidad de Arizona, “Aunque esta enzima está tratando de matar el virus, en cierto punto se libera en cantidades tan altas que las cosas van en una dirección contraria, destruyendo las membranas celulares del paciente y contribuyendo así a la falla orgánica múltiple y a la muerte”.

Como sucede con el veneno de la serpiente de cascabel que recorre el cuerpo, esta enzima “tiene la capacidad de unirse a los receptores en las uniones neuromusculares y potencialmente deshabilitar la función de estos músculos”, explicó Chilton, profesor con un doctorado en bioquímica.

El investigador comentó además que “aproximadamente un tercio de las personas desarrollan COVID prolongado; muchas de ellas eran activas y ahora no pueden caminar 100 yardas”. En este contexto, dijo Chilton, “la pregunta que ahora estamos investigando es: si esta enzima todavía es relativamente alta y activa, ¿podría ser responsable de parte de los resultados prolongados de COVID que estamos viendo?”.

Uno de los asuntos más relevantes del descubrimiento, dijo Chilton, es que ya hay uno o dos inhibidores probados que podrían ayudar y que han pasado por las últimas fases de ensayos clínicos.

Eso, dijo, podría significar que el tiempo necesario para descubrir cómo proteger a los pacientes de esta “enzima descontrolada” podría pasar de años a meses. Lo que se necesita lo antes posible es un ensayo clínico amplio que utilice uno de estos inhibidores para ayudar a las personas con COVID-19 grave.

“Nos hemos centrado, y con razón, en las vacunas para controlar el virus”, dijo. “Pero también se ha hecho evidente que habrá algunas limitaciones en ese enfoque. Dado que un gran segmento de la población se niega a vacunarse, es probable que se formen más y más variantes”.

Chilton dijo que su equipo está trabajando en colaboración con investigadores de la Universidad de Stony Brook en Nueva York y la Facultad de Medicina de la Universidad de Wake Forest en Carolina del Norte para analizar las muestras de sangre de dos grupos de pacientes del estado de Nueva York y de Tucsón. Entre enero y noviembre de 2020, se recolectaron muestras de pacientes hospitalizados en el Stony Brook University Hospital en Long Island y del Banner-University Medical Center.

Los investigadores analizaron muestras de sangre de cuatro grupos: los que no tenían COVID-19, los que tenían casos leves, los que tenían casos graves y los que murieron a causa de la enfermedad.

Las preguntas urgentes que quedan son: ¿por qué algunas personas liberan esta enzima en cantidades mortales y otras no? ¿Hay un componente genético en eso?


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