Cada lunes a las 5:30 de la tarde comienza la fiesta para un grupo de niños de Tucsón, ¡es el día de su clase de hip-hop! Minutos antes de la hora indicada, comienzan a llegar los estudiantes en compañía de sus padres al estacionamiento de The Drop Dance Studio, ubicado en el lado sur de la ciudad, en la dirección 716 E 46th Street.
Cuando se abren las puertas y empieza a sonar la música, ya los niños sienten el ritmo en su cuerpo: se mueven, practican pasos, dan vueltas. Los padres toman asiento cerca de la pista y preparan sus teléfonos para tomar fotos y videos de sus pequeños bailando. Para ellos también es una fiesta asistir a esta hora de lección de baile.
Jessica García es la mamá de Meilani Alcoverde, una niña de 6 años. Para llegar al estudio deben conducir una media hora, pero, dice la mamá: “Vale del todo la pena. A ella le encanta. Cuando es lunes festivo se pone triste”.
Steve Nance llega con su hija Avalene, de 7 años. Cuenta que antes de hip-hop, su hija ha estado en clases de ballet y gimnasia, pero que ahora prefiere venir a este estudio. “Aquí siente que puede ser libre”, dice.
Además de ellos, llegan en promedio otros 15 niños y niñas para seguir la guía de Rubén, un profesor de hip-hop que, como ellos, también siente la energía de la música en su sangre.
Un estudio con historia
Cuando tenía 12 años, Rubén Dórame comenzó a bailar hip-hop. Al principio, sus padres –nacidos en Nogales, Sonora, pero radicados en Tucsón–, vieron el gusto de Rubén por la música como un pasatiempo o una fase de su vida. “Cuando llegaba la familia a la casa, de repente mi papá o mi mamá me llamaban y me decían: 'Hey, Rubén, ven a hacer esa cosa que estás haciendo y enséñales a todos'”.
Cuenta Rubén que por aquellos años, a sus padres les costaba pensar que en el futuro próximo su hijo decidiera dedicarse por completo al baile.
“Cuando entré al sexto grado estaban promocionando un baile, y yo nomás había oído historias o visto películas de bailes en la escuela. Yo pensé que tenía que saber bailar para entrar al baile”, narra Rubén de sus primeros pasos como bailarín de hip-hop.
Hasta esa ocasión, como a los chicos de su edad, a Rubén le gustaba jugar beisbol, basquetbol, estar afuera con sus amigos. Pero, ¿cómo se iba a perder ese baile? Su amigo Zach, que vivía al lado de su casa, le enseñó en 20 minutos un paso básico llamado C-walk, y con eso tuvo.
“El baile me abrió la mente”, cuenta Rubén. “En ese momento vi que había más personas que estaban haciendo esto y ya no pude parar de bailar”. En tiempos en los que no había Internet, la música comenzó a unir a los chicos en el barrio y en la escuela. Cuando alguno aprendía un nuevo paso, lo compartía con los demás.
Con el tiempo, mientras sus dos hermanos siguieron profesiones muy distintas al arte –uno trabaja en mantenimiento y reparaciones (handyman) y la otra estudió psicología– él se empeñó en sacar adelante un sueño que para muchas personas parecía descabellado: hacerle caso a su corazón y hacer del baile una decisión de vida.
“Él representa muy bien nuestra comunidad”
The Drop es una escuela amplia con dos salones grandes e independientes de baile. Las paredes están pintadas de negro, los pisos son de madera brillante y hay espejos que cubren toda una pared y que reflejan los movimientos rítmicos y constantes de los niños. La música –que Rubén programa desde su reloj– sale de unas bocinas gigantes. Durante la hora entera de clase los estudiantes no se paran de mover.
Alyzdee Molina lleva un año trayendo al estudio a su hija Gia, de 7 años. Una compañera de trabajo le recomendó la clase y desde entonces viene cada semana. “El hip-hop es una forma de expresión, no hay muchas reglas”, dice Alyzdee. “Admiro que el profesor es constante, siempre está innovando y sabe cómo relacionarse con cada niño. Él representa muy bien nuestra comunidad”.
Como esta madre, otras parejas de esposos y abuelos que traen a sus hijos y nietos coinciden en que el trabajo de fomento del baile y el ejercicio físico que propicia The Drop es una inspiración para los más pequeños.
Lo que pocos conocen es que detrás de esta clase semanal enfocada en los niños ha habido un esfuerzo de más de una década para consolidar no solo un estudio sino una comunidad que brinde alternativas a aquellos niños atraídos por la música.
Los obstáculos como oportunidades
“Entrando en la High School mi primo me hizo una broma, me preguntó: ‘¿quieres entrar a un grupo de baile?’”. Rubén le dijo que sí, pensando que se trataría de un grupo en el que los chicos bailaban en competencias de hip-hop, pero llegó a un estudio con las paredes pintadas de rosado en donde los asistentes, además del ritmo que a él le intersaba, combinaban ballet, jazz, tap y otros tipos de música.
Aunque no le convencía del todo la práctica, permaneció allí un año, aprendió coreografía y a bailar en grupo. La experiencia terminó abriéndole puertas para nuevas oportunidades.
“El último año en la Desert View School salió un papel diciendo que había audiciones para un grupo de hip-hop”, recuerda Rubén. “Todos los compañeros me decían que tenía que audicionar. Era puro freestyle”. Cuando pasó la prueba y fue a la primera práctica, se entusiasmó con la posibilidad de hacer parte, ahora sí, de un grupo de hip-hop. Sin embargo, en la segunda sesión la estudiante que lideraba la idea se mudó de escuela y los directivos no pensaban seguir adelante. Rubén se ofreció entonces a ser el líder y enseguida recibió el apoyo para crear un primer grupo al que llamaron DV Hype.
“Pero no fue nada fácil”, cuenta Rubén. “. Pensaban que estabamos haciendo cosas de gangas (pandillas) y no nos dejaban usar el estudio de baile”. Esta negativa, sin embargo, no los venció. “O te adaptas o mueres. Empezamos a practicar en el parqueadero, en la cancha de básquet, en los parques”, dice.
Rubén cuenta que la actitud de sus profesores tenía que ver con el estigma o tabú que entonces se le tenía al hip-hop, un baile que se consideraba inapropiado.
Finalmente, el grupo decidió dejar de representar a la escuela y sus entre 9 y 12 integrantes comenzaron a bailar para ellos mismos. “Ahí empezamos a competir”, cuenta Rubén, “hacíamos shows en otras escuelas como Marana High School o Tucson High, y ya cuando yo salí de la escuela los otros siguieron presentándose y compitiendo con el grupo. Lo llamaron Next Level“.
El baile como profesión
Cuando Rubén terminó la secundaria comenzó estudios de negocios en la Universidad de Arizona, pero se encontró con un conflicto: él mismo. “Era raro, pero a cada hora del día yo pensaba en bailar, en formaciones, en canciones, no me concentraba en el estudio”, cuenta Rubén.
Mientras hacía su mejor esfuerzo por cumplir con sus clases, y dado que ya no podía competir con el grupo de la escuela, creó un nuevo grupo que bautizó Ill’egid. “Yo salía de la Universidad y me iba a recoger a todos los chamacos de ese grupo, porque no tenían carro”, cuenta. Entre ellos estaba la chica que años después se convirtió en su esposa.
Pero como suele suceder, cuando se dedica más esfuerzo a una actividad, acaba por descuidarse otra. “Mis estudios iban mal”, cuenta Rubén, “tenía grados malos, me pusieron en academic probation y eso me asustó, porque pensaba en mis papás, en lo duro que ellos estaban trabajando para que yo pudiera salir adelante”. El esfuerzo adicional tampoco dio frutos: pronto recibió una carta en la que le informaban que había perdido su puesto en la universidad.
Pero, recuerda Rubén, “antes de recibir esa carta creo que todo se estaba armando solo gracias al universo. El último semestre había una clase en la que teníamos que hacer un plan de negocios. Yo le pregunté al profesor que si podía hacer un estudio de baile y me dijo que sí”.
Ese ejercicio lo llevó a dimensionar lo que necesaría para hacer el sueño posible. Entre otras variables, debía proyectar cuántos bailarines necesitaba para hacer del estudio un lugar sostenible, cuánto podría cobrar, cuál era el costo de un espacio en renta. Rubén debió cotizar lugares y entonces llegó, por suerte, a la bodega que actualmente ocupa.
Vida al sueño
“Hice algo malo para lograr algo bueno”, dice sonriendo Rubén. “Me sacaron de la Universidad de Arizona, pero terminé creando el estudio”.
Considerando que entonces solo tenía 21 años, sus padres decidieron apoyarlo, pero incentivando de nuevo la necesidad de volver a estudiar y tratar de sacar sus estudios adelante. Rubén se matriculó esta vez en el Colegio Comunitario Pima, de donde también fue expulsado poco después por su bajo rendimiento académico. Lo suyo era, inevitablemente, bailar.
Gracias al apoyo de sus padres, Rubén firmó un contrato de arrendamiento por tres años en la bodega (el tiempo que le dieron de plazo para cumplir su proyecto), y entonces le puso nombre al estudio: The Drop, un homenaje a una canción que le gustaba.
“Agarré los amigos con los que estaba bailando y todo parecía que iba a ser un éxito”, cuenta Rubén. Para el día del lanzamiento (marzo de 2011) hicieron publicidad y repartieron flyers en la comunidad.
“El primer día llegaron un monton de niñas, niños, adultos, tuvimos un día de clases, luego una masterclase, y pensamos que iba a ser de verdad muy exitoso, pero a la primera semana de clases regulares nadie llegó, y la siguiente semana y durante el primer mes, nadie. Entonces pensé, ‘Wow, ¿qué vamos a hacer?'”.
Como contaban con el capital inicial invertido por sus papás, Rubén y sus compañeros bailarines aprovecharon el tiempo y el espacio enseñándose a sí mismos. “El primer año fue bien duro”, recuerda.
Con los meses, todo comenzó a fluir, ingresaron nuevos estudiantes y comenzaron prácticas semanales. En el estudio, como parte de las actividades de difusión del trabajo adelantado, se hacían presentaciones para las familias y se abrían las puertas a la comunidad. “Al tercer año mis papás me llamaron la atención: ‘te queda un año’, me dijeron”, recuerda Rubén.
El tercer año, inspirados por el trabajo logrado hasta ese momento, Rubén y sus compañeros de trabajo organizaron una exitosa presentacion en un auditorio de la ciudad. “Los estudiantes lo hicieron magnífico y me acuerdo que cuando al final le dije gracias a la gente, se pararon y me aplaudieron”, narra Rubén. Ese día, su papá y su mamá se le acercaron y le dieron el espaldarazo definitivo. “Me dijeron: ‘tú tienes que hacer esto’, y esa fue la primera vez que agarré todo el soporte de mi papá”.
Un espacio para la comunidad
Después de seis canciones, una coreografía y unos cuantos recesos para tomar agua, los niños terminan su sesión de hip-hop y se preparan para volver a casa.
Aunque muchos de ellos solo se ven durante este breve tiempo de clase, se despiden con un abrazo e intercambian sonrisas. Sus padres aseguran que el ejercicio les hace bien y que los lunes en general se van a la cama más fácil que los otros días.
Este año, The Drop Dance Studio cumplió 10 años, y lo que ha pasado desde el comienzo representa no solo el esfuerzo de Rubén, de sus padres y de sus compañeros de baile sino una respuesta de confianza de la comunidad que poco a poco ha terminado por valorar la importancia y la necesidad de contar con un lugar único en Tucsón.
Además de ofrecer esta clase a los niños, Rubén imparte clases para estudiantes de 9 a 12 años y para adultos principiantes y avanzados. Entre sus clases de hip-hop se enfoca en movimientos como popping, locking, whaching, freestyle, además de ofrecer clases particulares.
“Tenemos las clases”, dice Rubén, “pero hay algo más: competimos”. En este estudio han nacido dos grupos: The Drop Company, para mayores de 17 años (40 chicos y chicas), y The Drop Varsity, para estudiantes de High School.
Los integrantes han participado en diversas competencias, comenzando en 2013 con una presentación en Los Ángeles, en el show World of Dance. “Ahí aprendimos que enseñar clases es una parte del proceso. Pero también es importante competir y hacer performances. Ya nos pusimos las pilas para organizarnos un poco más y sostener tanto el estudio como las prácticas para competir”.
Como a tantos negocios y emprendimientos en Tucsón, la pandemia por el COVID-19 también afectó el estudio de baile de Rubén. Sin embargo, de este tiempo complejo, este joven bailarín sacó un gran aprendizaje: “Parar con el COVID me ayudó para pensar qué hacer con el estudio en los próximos años, fue como una bendición del cielo, porque nunca había parado de operar el estudio. Fue una oportunidad para reflexionar y para pensar qué más tengo que hacer para que el estudio salga adelante”.
Rubén se concentró entonces en consolidar el estudio como una organización sin ánimo de lucro. Él sueña con “darle oportunidad a los chamacos a los que les gusta bailar pero que no tienen dinero, o no tienen salida, o a los que sus papás los están picando porque creen que el baile no los va a sostener en la vida”.
La meta a diez años, dice, es poder sostener los equipos profesionales y ser un grupo que reconozca económicamente el trabajo de los bailarines. “Sigo pensando que se puede hacer una carrera de baile, que no hay que irse a Los Ángeles, que este sueño en Tucsón también se puede lograr”.
Para conocer más sobre este estudio de hip-hop visita: https://www.thedropdancestudio.com/