Cuando Celina Valencia empezó su proceso de solicitud de ingreso a la Universidad de Arizona acudió a su asesora académica en Sunnyside High School para pedir su aval. Pensó que conseguir la carta de recomendación sería pan comido, puesto que había tomado clases avanzadas y acumulado créditos en el Colegio Comunitario Pima.

Pero no.

“Me dijo, ‘para gente como tú, ir a la Universidad de Arizona es un desperdicio de dinero’”, recordó Valencia. La asesora dijo algunas cosas más que le calaron a Valencia como una puñalada en la espalda. “Simplemente abandonarás la escuela a la mitad”.

¿Cuántas veces habrán tenido que escuchar los estudiantes de minorías étnicas ese tipo de palabras de condescendencia e insulto como las que emitió la asesora de Valencia? ¿Cuántos jóvenes con sed de triunfo habrán tenido que hacer frente a la denigración por parte de gente que se supondría que estaría de su lado?

Muchas.

Valencia dijo que le insistió a su asesora para que firmara su solicitud de ingreso a la universidad. La asesora accedió y Valencia fue a la UA.

Eso sucedió hace 17 años.

En mayo pasado, esta nativa de Nogales, Arizona, caminó por el escenario del Centennial Hall ataviada con una toga azul oscuro y un birrete en color salmón para recibir la constancia de su nuevo grado académico: un doctorado en gestión y políticas de salud pública.

Obtener ese título, el mismo que una vez la consejera de preparatoria predijo que sería una pérdida de tiempo y dinero, no fue fácil. Después de que empezó a trabajar en 2013 como egresada de nivel licenciatura, su pareja y padre de su hijo murió. Y después de eso, Valencia y su hijo se quedaron sin casa por casi 18 meses, tiempo en el que dormían aquí y allá, todo mientras ella seguía sus estudios y atendía al niño.

Su impulso para completar sus estudios dejó asombrada a su asesora principal y mentor de la universidad.

“Conocía poco de la adversidad que estaba sufriendo y superando con tanta resistencia durante su trabajo; especialmente en un programa académico que exige tanta energía y es muy difícil a veces”, escribió la doctora Cecilia Rosales, decana asociada y profesora de la Universidad de Arizona y el Colegio de Salud Pública Mel y Enid Zuckerman del Campus Phoenix en un correo electrónico.

Esta determinación, estas ganas, las atribuye Valencia a la educación que recibió en la frontera. Ella creció en Ambos Nogales, a ambos lados de la línea, superando barreras y fronteras. Había obstáculos lingüísticos y financieros. Cuando era joven, su padre, un veterano de la guerra de Vietnam, fue diagnosticado con cáncer relacionado con el Agente Naranja, el químico defoliante que los Estados Unidos utilizaron libremente en Vietnam del Sur.

A pesar de los retos de su juventud, Valencia vivió en el confort de una cultura profunda que se centraba en los lazos familiares estrechos. En su vida en la frontera, Valencia encontró valor y desarrolló la fuerza interior que, desconocida para ella en ese momento, la llevaría más allá de lo que ella o cualquier persona podría haber imaginado entonces.

Cuando se enfrentó a la incertidumbre y un posible final en su meta académica, Valencia no tomó eso. Ella claramente vio la promesa de una vida mejor para ella y su hijo con su título de posgrado financiado por préstamos estudiantiles, trabajo, apoyo de fundaciones y becas.

“La mamá oso despertó dentro de mí. Tenía que proveerle a él”, dijo Valencia, de 34 años, quien en 2017 recibió apoyo de la Iniciativa Global Clinton en Salud Pública y Enfermedades Infecciosas.

“Renunciar no era opción”.

También tenía ángeles guardianes académicos que la mantenían enfocada y le brindaban apoyo. Uno de esos ángeles fue María Teresa Vélez, decana asociada del Colegio de Graduados de la UA, fallecida en 2016. Vélez fue quien impulsó a Valencia y le pidió que se postulara a la escuela de posgrado. Otros dos ángeles fueron Paloma Beamer, profesora asociada en el Colegio de Salud Pública, y Andrea Romero, profesora de la UA en Estudios de la Familia y Desarrollo Humano.

En cualquier momento durante su trayectoria académica uno podría haber entendido si ella hubiera optado por abandonar la escuela.

Como cuando su padre murió en 2012. Fue un golpe, pero su muerte comenzó a estimular su interés por la salud pública, específicamente la epidemiología.

“Vi el mundo de otra manera”, dijo en entrevista a principios de la semana pasada.

Y ciertamente nadie la habría cuestionado si hubiera abandonado su programa de posgrado en 2014 después de que su pareja murió a causa de la enfermedad de Lou Gehrig, lo que dejó a ella ya su hijo de 1 año sin hogar y dependiendo de la generosidad de familiares y amigos.

Con la ayuda de un amigo, después de que comenzó a trabajar encontró un departamento, lo que redujo gran parte de su estrés.

Valencia y su hijo pronto se mudarán a Phoenix, donde continuará su trabajo con una beca postdoctoral con el Colegio de Salud Pública de la UA.

La academia la espera.

Pero también la esperan las jóvenes estudiantes latinas a las que, al igual que a ella, se les ha dicho que no se molesten en pensar en la universidad. Ella se ve a sí misma en ellas, luchando contra su propia duda e inseguridad sobre sus capacidades. Valencia les contará su historia y les ayudará a derribar sus barreras.

“Quiero ser la profesora chicana en la que otros estudiantes de color puedan ver que también pueden lograrlo”, dijo Valencia.


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Ernesto Portillo Jr. es editor de La Estrella de Tucsón. Contáctalo al 573-4187 o en netopjr@tucson.com.