Dan ganas de llorar.

Como cuando una persona después de mucho tiempo de justificar o minimizar una situación por fin asimila que ha sido abusada, así nos sentimos muchas mujeres cuando analizamos nuestras condiciones laborales. Las cosas no han cambiado tanto como la mayoría cree, ni siquiera en Estados Unidos y ni si quiera en círculos con un alto nivel educativo.

El pasado 1 de noviembre, cuando se conmemoró el Día de la Igualdad Salarial para las Latinas (Latina Equal Pay Day), estuve en un taller sobre negociación salarial. El grupo incluía a no latinas y a mujeres con una gran preparación académica, como una científica de Tucsón que hace investigación sobre el cáncer y que narró cómo ha ganado menos de lo que merece y menos de lo que han dado incluso a otras mujeres en su posición.

No era hispana. Era afroamericana. Claro.

Asumí que las mujeres más afectadas serían las que han tenido menos oportunidades, y seguro es así, pero estaba fuera de la realidad pensar que la sala del House of Neighborly Service en Sur Tucsón estaría llena de ellas. Atender una cita de dos horas en jueves por la mañana para informarse y prepararse requeriría de un esfuerzo extraordinario. Tienen cosas “más urgentes” que resolver.

El hecho de que, según diversos estudios basados en el censo de población, las mujeres latinas ganemos 47 por ciento menos que los hombres anglosajones no es un tema que nos afecte sólo a nosotras. Como enfatizó Francisca Villegas, directora del Women's Business Center de la YWCA del Sur de Arizona y quien condujo el taller, tenemos que poner las cosas en perspectiva.

Estamos hablando de mujeres que en la mitad de las casas con niños de este país son jefas de familia o son parte del soporte económico, según el Instituto para la Investigación de Políticas de la Mujer. Por consiguiente, estamos hablando de las probabilidades de criar a niños seguros, con la debida atención médica, con oportunidades de estudios superiores, con padres no estresados, con vacaciones, con motivación para interesarse en carreras bien remuneradas. Estamos hablando de nuestra sociedad.

Hablamos de mujeres independientes y hablamos también de mujeres casadas que podrían llegar a estar divorciadas y que no enfrentarán la rudeza de sus limitaciones salariales hasta que se encuentren sin el 50 por ciento o más de colaboración económica en casa o hasta que se jubilen con un cheque mensual que las sume al grupo de adultos mayores pobres, a pesar de haber trabajado toda su vida en uno de los países más ricos del mundo.

Pero no nos damos cuenta. Ni siquiera nosotras mismas somos conscientes de dónde estamos paradas.

Después de pasar varias horas leyendo sobre este tema en internet, me queda claro que el problema tiene dos elementos fundamentales: machismo y racismo. Porque dentro del espectro de mujeres trabajadoras en Estados Unidos, las latinas somos las que ganamos menos, sin importar nuestra capacidad o nivel educativo. Y arribita de nosotras, las afroamericanas.

En un artículo del Instituto de Política Económica (EPI, en inglés) se afirma que “las mujeres hispanas ganaron 33.1 por ciento menos que los hombres blancos comparables” en 2017, es decir, que hombres con su misma educación y experiencia. Y las mujeres blancas no hispanas en general ganan 27 por ciento más que las latinas.

¿Y cómo pasa esto? ¿Por qué lo permitimos? Porque está demasiado arraigado en nuestra cultura, todavía. Porque no somos conscientes de la magnitud de la desigualdad ni de sus consecuencias. Porque no nos hemos preparado para dar la pelea. Porque, como coincidimos las mujeres en el taller de negociación salarial, así nos enseñaron, y porque así le conviene al sistema.

Aceptamos empleos por debajo de nuestras capacidades y de nuestras necesidades porque eso es mejor que nada y hay que estar agradecidas; después de todo, hay muchas que lo quisieran, pensamos. Los aceptamos porque muchas somos mamás y sabemos que es más probable que nosotras salgamos corriendo un día -o muchos días- para cuidar a un hijo enfermo o para acompañarlo en la escuela. Los tomamos porque solemos, especialmente las latinas, poner al resto del mundo por delante de nosotras.

Y ellos y ellas nos los ofrecen porque somos un buen negocio: hacemos bien el trabajo -aunque nos dividamos en mil- y cobramos menos o nos desempeñamos en empleos disfrazados, con un puesto y un sueldo considerablemente inferior al de otros en nuestras áreas de trabajo pero en los hechos haciendo lo mismo o más que ellos.

Me da rabia pensar en la cantidad de veces que nos preguntamos a nosotras mismas si sería mejor dejar de trabajar.

¿Qué tal si ganáramos lo suficiente para pagar a un cuidador 100 por ciento confiable para las personas que dependen de nosotros? ¿Qué tal si forzáramos a la paternidad corresponsable? ¿Qué tal si trabajáramos sin sentimiento de culpa? ¿Qué tal si tuviéramos las mujeres -seamos madres o no- más tranquilidad, más tiempo, más comodidad y, no menos importante, más reconocimiento a lo que hacemos? La sociedad saldría ganando.

Y también está lo que nosotras podemos hacer distinto, como informarnos sobre las oportunidades y el sueldo justo en nuestros empleos. Hablar de nuestros logros y el valor que aportamos al trabajo. Negociar un buen salario. Platicar con otras mujeres del tema y apoyarnos. Acercarnos a grupos que abogan por la igualdad (como AAUW y los círculos Lean In). Impulsar a las jóvenes a seguir carreras donde los hombres tienen presencia abrumadora, como las ingenierías y las ciencias de la computación. Ponernos a nosotras mismas como prioridad. Decir no.

El camino es largo porque la brecha es enorme.

Definitivamente, dan ganas de limpiarse las lágrimas y dar la batalla.


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