Si quiere usted salir de una sala de cine sintiéndose emocionado y orgulloso de tener raíces mexicanas, con ganas de presumir sus tradiciones, su comida, los valores familiares y todo lo demás, entonces no se pierda Coco (Lee Unkrich y Adrián Molina, 2017), una cinta hecha en el seno Pixar/Disney (más norteamericano que eso no sé qué hay) pero con el ingrediente mexicano bien puesto por el coguionista y codirector Molina, quien supo aderezar tan bien el filme que pudo reproducir con mucha cercanía elementos propios del México de provincia.

La chancla voladora (esa maternal herramienta súper educativa), la música de mariachi, los colores, la Época de Oro del cine mexicano, los Infante y los Negrete, la unidad familiar en donde primos, tíos y abuelos le dan a la familia un significado especial, los perros callejeros que forman parte del paisaje, las ferias de pueblo, la comida, etc., son aquí lo que representa a nuestro país y no (¡Por fin, gracias a Dios!) los narcos, la podredumbre y la corrupción.

Sería ocioso entretenerse en enlistar cada elemento que en la cinta está tan bien colocado que uno no hace otra cosa que sonreír por acordarse de algo familiar; lo cierto es que la historia, sobre todo en los primeros 15 minutos, es un homenaje a lo pintoresco de esta simple forma de vida que tenía lugar en los pequeños pueblos de México.

Luego del primer cuarto de hora el filme se convierte en un show espectacular de colores y formas que reproducen el mundo de los muertos, un sitio donde los difuntos conviven entre ellos de una manera muy similar al mundo real y cuya “calidad de vida” depende de la cantidad de personas vivas que los recuerden.

La cinta cuenta la historia de Miguel (voz de Anthony González), un niño cuya familia se ha dedicado por generaciones a la confección de zapatos, pero Miguel, renuente a seguir la tradición familiar, tiene el sueño de convertirse en un cantante famoso.

El problema es que los suyos odian todo lo relacionado a la música debido a un delicado hecho del pasado: su tatarabuelo abandonó a los suyos (esposa e hija, es decir, a la tatarabuela y bisabuela de Miguel) para convertirse en un cantante famoso y nunca más volvieron a saber de él.

El chico, voluntarioso y decidido como su antepasado, decide ignorar la tradición y quiere participar en un concurso de talentos de su pueblo, lo cual le acarrea problemas con su abuela, quien es la autoridad de la casa.

Todo lo anterior ocurre en el contexto de las celebraciones de Día de Muertos, por lo que veremos numerosos altares decorados según la costumbre y panteones adornados y llenos de personas que visitan a sus seres queridos ya fallecidos.

Es ahí donde comienza la aventura de Miguel, quien entra a la tumba de Ernesto de la Cruz, el famoso cantante (¿será su tatarabuelo?) que abandonó todo para hacerse famoso; y todo con la intención de tomar su guitarra y acompañarse con ella en el concurso de la feria.

Es en ese preciso momento (al tomar con sus manos el instrumento) que ocurre la magia y Miguel se transporta al espectacular y colorido mundo de los muertos, en donde se encontrará a su familia y a una serie de pintorescos personajes que le ayudarán en su misión: buscar a Ernesto de la Cruz para que éste le dé su bendición y lo guíe para seguir sus pasos.

Completan el elenco las voces de Gael García Bernal como Héctor, un muerto a punto de desaparecer porque ya casi nadie lo recuerda; también participan Benjamin Bratt como Ernesto de la Cruz (quien resulta no ser como lo pintan), Jaime Camil como el papá, Renée Victor en el papel de la abuela, Alfonso Arau como Papá Julio, Edward James Olmos como Chicharrón, entre otros.

Un par de cosas: primero, que después de ver Coco sentirá algo diferente con respecto a sus familiares fallecidos; lo segundo es que me guardaré la explicación del porqué del título de la cinta, pero que, indudablemente, tiene que ver con lo más emotivo de la película. No olvide llevarse sus Kleenex.

Hasta la próxima.


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