Recientemente, mis hermanas y yo estábamos limpiando uno de los libreros de mi mamá. Había fallecido dos meses antes de que llegara la pandemia, por lo que era una tarea pendiente.
De pronto, en uno de los cajones largos y bajos de la biblioteca, en medio del polvo, encontramos algunos documentos interesantes de hace alrededor de seis décadas. Entre ellos, en perfectas condiciones, nos sorprendió ver la credencial de operario de mi padre, quien entonces hacía parte de un sindicato. Había, además, una ajada billetera marrón que, aunque no tenía dinero, conservaba los documentos personales del padre de mi mamá (Ramiro Villegas) quien, según la fuente, falleció el 6 de marzo de 1961, cuando tenía 60 o 63 años.
En la base de datos genealógica del Sistema de Bibliotecas Públicas del Condado Pima (la Pima County Public Library’s Ancestry database) encontramos que su fecha de nacimiento era el 22 de abril de 1897 y que su lugar de nacimiento había sido Valparaíso, Zacatecas, México (tierra adentro, al este de Mazatlán). Conocer este dato fue algo muy valioso puesto que, según mi madre, su padre siempre sostenía que 1900 había sido su año de nacimiento.
“Así hizo que saber su edad fuera muy fácil”, solía decir.
No sé por qué mi abuelo decidió “hacerse” tres años más joven. Los registros muestran que su familia se mudó a El Paso cuando él tenía 12 años. ¿Tal vez en la escuela sus maestros lo bajaron algunos grados y él decidió “suprimir” algunos años para estar en línea con el nivel escolar? Lo que sí sabemos es que, cuando se casó con mi abuela, era mayor que los demás. Su padre había muerto joven y él era el mayor de varios hermanos, así que pospuso el matrimonio hasta que el más joven llegó a la edad adulta. Al día siguiente de cumplir 35 años se casó con mi abuela, que tenía 19.
Entre los papeles que había en su billetera, se destacaron dos papeles más. El primero era un recorte de periódico deshilachado con fecha del 26 de diciembre de 1959, con el titular “U.S. Escucha Voces de Otros Planetas” (“U.S. Listens for Voices from Other Planets”). El artículo trataba sobre el primer experimento moderno para buscar inteligencia extraterrestre, llamado Proyecto Ozma, nombrado así por el gobernante de Oz –”un lugar lejano y de difícil acceso, poblado por seres exóticos”–.
El otro documento era su tarjeta de la Biblioteca Pública de Tucsón (TPL, por sus siglas en inglés), con una anterior a que pasaramos a ser el Sistema de Bibliotecas Públicas del Condado Pima.
Mi abuelo trabajó para la Southern Pacific Railroad durante toda su vida adulta, pero, según mi madre, su verdadera pasión era la futurología, tanto leerla como discutirla. Cuando los primeros satélites Sputnik comenzaron a sobrevolar los cielos nocturnos de Tucsón, solía extender mantas en el patio trasero y se acostaba en el suelo para vislumbrar las sondas espaciales a medida que pasaban, 350 millas en línea recta.
La biblioteca Carnegie de TPL estaba a media hora a pie de su casa en el Barrio Millville. Puedo imaginarme a mi abuelo leyendo en la biblioteca detrás de paneles de madera, en la década de 1950, maravillándose ante la promesa de las utopías científicas, como se predijo en revistas populares, como Collier’s y Life, con obras de arte clásicas de paisajes extraterrestres, cohetes y enormes estaciones giratorias más allá de la curva de la Tierra.
Lo más probable es que haya hojeado la edición del 14 de septiembre de 1959 de la revista Life, en donde aparecían los siete astronautas del Proyecto Mercury. Para una persona nacida seis años antes del primer vuelo de los hermanos Wright, las posibilidades del futuro deben haber parecido ilimitadas. Sin embargo, un mes antes de que Yuri Gagarin fuera al espacio exterior, mi abuelo murió. Yo nací unos años después y heredé su fervor.
A una edad temprana, comencé a disfrutar de todas las formas de ficción especulativa, comenzando con viejos episodios de Star Trek –que se transmitían en KZAZ después de la escuela, de lunes a viernes–, y nutrido por mis visitas regulares de la niñez a la sección de ciencia ficción en la Biblioteca Eckstrom-Columbus. Solía caminar seis millas hasta allí, ida y vuelta, generalmente bajo el sol abrasador de Tucsón, mientras, en mi mente, conduciendo un deslizador terrestre sobre las arenas de Tatooine.
Creo que el entusiasmo que nos impulsaba tanto a mi abuelo como a mí soñar con el futuro, era la esperanza de algo mejor, no tanto para nosotros, sino para la gente del mundo: que algún día, después de años de lucha constante, las personas puedan comenzar a vivir sus vidas de una mejor y más productiva manera, con tecnologías que alivien sus cargas, en la Tierra y en el más allá.
Y cada vez que hablaba con mi mamá sobre esos temas, sobre las maravillas que podía traer el futuro, siempre me decía lo mismo: “Johnny, cuando hablas del futuro, me recuerdas a mi padre”.