Una de las imágenes con que se asocia más a México en tiempos recientes es la colorida y decorada calavera conocida por la tradición como La Catrina. En general, la fiesta mexicana del Día de Muertos, con todo su imaginario y estética particulares, es una señal distintiva de nuestra cultura nacional. Esta celebración que ha existido por siglos en México es, en realidad, una tradición que ha evolucionado de manera constante y lo sigue haciendo.
Las festividades indígenas por el Día de Muertos han sido reconocidas como Patrimonio Cultural de la Humanidad en la lista de patrimonio inmaterial de la UNESCO. Esta tradición popular es una muestra refinada del sincretismo y la idiosincrasia nacional, que recoge elementos de la religión católica –como la propia fecha del día de los muertos– con nociones de los pueblos originarios que expresan el carácter pluricultural y multiétnico de México, a la que se le ha añadido mucho folklor. Su objetivo central es imaginar el regreso temporal y efímero de los seres queridos que ya han fallecido, en una celebración anual.
Me cuesta trabajo identificar una tradición que más claramente refleje el alma nacional. Por un lado, la explosión de color y alegría relacionada a un tema que no dejamos de considerar trágico, aunque nada haya más natural que la muerte. Cualquier fiesta que se precie de exitosa en México, tendrá que terminar cantando adoloridas historias de despecho en una euforia que no puede ser mejor que por haber sido causada por el sufrimiento.
Por otro lado, la picardía y el humor mexicanos que tienen como fundamento burlarse de la tragedia como una manera de superarla anticipadamente. Las calaveritas literarias, estas rimas y versos que le dedicamos a los vivos como si ya se hubieran ido, son una expresión sincera de cariño. Es decirle al otro “te imagino muerto, pero te quiero vivo”, al tiempo de intentar arrancarle la alegría por medio de la risa.
Para los que no conocen esta fiesta, la primera impresión es de que se trata de algo siniestro, como si fuera una veneración de la muerte. Al conocerla mejor sabremos identificar de inmediato que esta tradición tiene menos que ver con la muerte que con la memoria y, por lo tanto, con la vida. Los altares familiares se llenan de recuerdos y recrean los gustos de los que ya se fueron, en el anhelo constante de volverlos a tener frente a nosotros. Se honran a los seres queridos al tener presente lo que les gustaba en vida, porque así los recordamos en sus momentos más felices y entrañables. Los demás elementos también son llamamientos a la vida y al espíritu: la luz de las velas, las flores anaranjadas que semejan el fuego, el agua y el copal (o incienso).
Tucsón, como no podía ser de otra manera con su pasado y su presente tan ligado a México, celebra abundantemente esta tradición. Este año, además de la popular procesión de todos los santos, las diversas ofrendas, el pan de muerto, una exposición de diseñadores gráficos sobre esta fecha en el Consulado y un fabuloso concurso bilingüe de calaveritas literarias (o un taller para aprender a hacerlas), la ciudad pudo disfrutar de otra tradición que se dedicó al Día de Muertos: una alfombra monumental en el campus central de la Universidad de Arizona.
La tradición de los alfombristas, que hacen diseños coloridos y estimulantes en formatos enormes pero efímeros en el suelo, tiene una gran raigambre en estados como Tlaxcala. De ahí, de Huamantla, vinieron un maestro y una maestra alfombristas que inspirándose en un caleidoscopio crearon una composición llamada CalacoScopio (Skullscope, en inglés). Fue muy emblemático, no sólo por su belleza, sino porque recogieron con gran sensibilidad que Tucsón es en sí mismo un caleidoscopio de diversidad cultural, en el que los elementos mexicanos –como esta tradición–, siempre brillan con luz propia destacándose en ese hermoso mosaico.
Eso me ha hecho recordar cuando en mi infancia hubo personas en México que pensaban que la influencia cultural estadounidense, representada por la popularización de los festejos de Halloween, sería un riesgo para la tradición tan nuestra del Día de Muertos. No se imaginaron entonces que esta profunda tradición no sólo no estaba en peligro en México, sino que lograría incorporarse en Estados Unidos y muchas otras partes del mundo, enriqueciendo la cultura de honrar a nuestros muertos con toques de color, humor y alegría.