No puedo recordar exactamente cuándo la conocí. Antes de conocerla, la había visto por ahí, por lo general con su vestido holgado en verde y azul con destellos dorados. Sus ojos siempre cerrados, sus manos juntas y la cabeza cubierta.

Cuando finalmente la conocí, yo estaba en 4to grado, o 5to quizá, en la vieja Escuela Católica de Todos los Santos (All Saints Catholic School). Estaba en una obra de teatro con ella. Es probable que yo haya estado vestido con pantalones y camisa blancos de algodón. Ah, y llevaba huaraches puestas, casi seguro que eran del estilo mexicano con suelas de goma de llanta. Segurito que no fue en 6to grado ni en -ni Dios lo quisiera- 7mo, porque para entonces yo era muy “cool” como para andar vestido de campesino mexicano.

Pero ahí estaba yo, de rodillas en el altar de la Catedral San Agustín, llevando algunas flores en mi sarape, y ahí estaba ella, de pie, con su vestido largo. Ese fue mi primer encuentro formal con la Virgen de Guadalupe.

El 12 de diciembre fue su día. La noche anterior, millones de católicos de Tucsón, México, Latinoamérica, Estados Unidos y todo el mundo rezaron a ella y por ella, le cantaron, llegaron arrodillados hasta su altar en la Basílica de Guadalupe, pidieron su intercesión, le dieron las gracias por todas las bendiciones que le atribuyen o simplemente se pararon o se sentaron en su presencia regocijados en la calidez de su propia fe durante las vigilias de medianoche en iglesias y casas.

Ella tiene ese poder de atracción. Y lo ha tenido universalmente por cientos de años.

Aunque no me considero un devoto de La Virgen de Guadalupe, no ignoro su significativo papel en la vida de quienes la veneran. Más aún, soy un curioso seguidor de la madona mexicana de piel morena. Me fascina como ícono cultural en la comunidad chicana y latina en general. Admiro su habilidad de unir a la gente.

Como columnista del Arizona Daily Star por casi 20 años, la Virgen es uno de mis temas favoritos. De acuerdo con los archivos del periódico, la primera vez que incluí su nombre en una columna fue varios meses después de empezar a escribir para el periódico en el 2000. Desde entonces, he escrito sobre artistas que la pintan, familias que tienen colección de imágenes suyas, personas que han volteado hacia ella en tiempos difíciles. Escribí sobre una familia de Tumacácori que perdió su casa y su colección de arte sobre la virgen en un incendio justamente un 12 de diciembre y sobre una mujer cubana que llegó a Estados Unidos pidiendo asilo político en ese día especial.

Mayormente, la he incluido en historias sobre su simbolismo y significado.

Se dice que la Virgen María se apareció varias veces al indígena Juan Diego en el cerro del Tepeyac, en las afueras de Tenochtitlán, hoy Ciudad de México, en 1531, 10 años después de que los españoles conquistaran a los aztecas. Su historia y simbolismo se convirtieron en una herramienta poderosa que los españoles utilizaron para consolidar su mando y expandir el cristianismo. Pero con los años, Nuestra Señora de Guadalupe ha tomado muchos significados.

Es feminista. Protege a los pobres y defiende a los marginados. Es agente de cambio político. Es un talismán secular. Se le utiliza para ganar dinero. Es la patrona de México y las Américas, incluyendo a Estados Unidos de Norteamérica. Es musa de escritores. Es una rebelde.

Cuando México buscó su independencia de España en 1810, su imagen estaba al frente del pelotón del cura Hidalgo. Cuando el líder campesino César Chávez lideró la huelga de trabajadores agrícolas en California en los años setentas, ellos llevaban su estandarte. Con seguridad, algún migrante centroamericano que realiza el peligroso viaje atravesando México hacia el Norte para pedir asilo en Estados Unidos lleva alguna imagen de la Virgen de Guadalupe y le pide su intercesión, prometiéndole a cambio cumplir con una manda.

Y miles de sus creyentes realizan la peregrinación, ya sea caminando de Tucsón a la Misión San Xavier del Bac o haciendo el viaje a la Basílica de Guadalupe en la Ciudad de México. Ahí está en exhibición la tilma de San Juan Diego con la imagen de la virgen.

Su conexión con Tucsón es tan vieja como el presidio colonial español de 1775. A principios del siglo 19, una campana de bronce colgaba afuera de la pequeña capilla de adobe del Presidio Real de San Agustín del Tucsón. La campana estaba dedicada a la Virgen de Guadalupe y hace dos años la sacaron de la bodega de la Catedral San Agustín.

La virgen se me seguirá apareciendo en cualquier momento y en cualquier lugar. La veré en una barda, pinatada en una ranfla low-rider, en el arte de barrio y el arte de museos, en una camiseta, en una pancarta política, en un libro infantil o en algún lugar lejos de México, su lugar de origen.

La virgen es eterna.


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Ernesto “Neto” Portillo Jr. es editor de La Estrella de Tucsón. Contáctalo en netopjr@tucson.com o al 573-4187.