Una foto me apareció en mi página de recuerdos de Facebook. En la imagen, una mujer joven y sonriente lleva puesto un encantador vestido de novia y zapatos que le hacen juego, y su galán lleva un traje de tres piezas y corbata.

Son mis abuelos maternos el día de su boda en 1931 en Los Ángeles, donde se conocieron. Ese mismo día, cinco días después de que mi abuela cumpliera 20 años, mis abuelitos tomaron camino rumbo al Este para empezar su vida juntos en Tucsón.

Muchos tucsonenses han llegado aquí desde alguna otra parte. Bueno, de hecho, desde los tiempos coloniales de Tucsón en el siglo 18, la mayoría de los tucsonenses han llegado de otra parte. Han venido por una vida mejor. Han venido en busca de un mejor empleo. Algunos iban de paso, pararon a descansar y comer, y nunca más se fueron. Han venido para prestar servicio militar o para estudiar en la Universidad de Arizona. Han llegado para escapar de una relación o una sociedad abusiva de algún otro país.

Los tucsonenses tienen historias similares de cómo el Viejo Pueblo se convirtió en su hogar, y algunos de ellos contarán su historia en el evento Tucson Storytellers en el Tucson Museum of Art, 140 N. Main Ave., a las 6:30 p.m. el miércoles 26.

Mis abuelos, Carmela Macías Bustamante (su nombre de casada), nacida en Mazatlán, Sinaloa, y Miguel Navarro Bustamante, oriundo de Cananea, Sonora, vinieron a Tucsón porque él había vivido aquí un par de años antes de estar en Los Ángeles, y mis bisabuelos, Miguel Monreal Bustamante y Carmen Navarro Bustamante, vivían en Tucsón.

Mi bisabuelo era ministro metodista itinerante. Se creía que fue el primer predicador metodista en español y vivió en una casa parroquial en el barrio Dunbar-Spring, un edificio que aún existe. Esa fue la primera casa de mis abuelitos cuando llegaron aquí hace 87 años.

El día en que mis abuelos llegaron no comenzó bien para mi abuela, quien dejó una familia grande y muy unida en Los Ángeles. “Lloró”, dijo mi tía Esther Carmela Bustamante, la más chica de tres hermanas. Mi abuela creció en una familia muy católica, y no esperaba irse a vivir a una iglesia metodista. Su habitación en la rectoría era “como un hoyo en la pared”.

Pero la decepción tendría que esperar. La Gran Depresión había arruinado la economía y mi abuelo necesitaba encontrar trabajo. Con el tiempo, se convirtió en aprendiz de plomero y para 1941 instaló su propio negocio de reparación de electrodomésticos, estufas y hornos para casas y restaurantes. Después, mi abuela trabajó como costurera en la vieja tienda departamental Jácome’s en North Stone Avenue, en el centro de la ciudad y también tejía vestidos festivos (antes llamados “squaw dresses”) desde casa para una tienda de ropa del Oeste.

En el camino tuvieron tres hijas, Alva y mi madre, Julieta, quienes nacieron antes de la Segunda Guerra Mundial, y Esther, la bebé de guerra. Mis abuelos no vivieron por mucho tiempo en la casa pastoral. Se mudaron muchas veces: a South Herbert Avenue, entre las calles East 18th y 17th en Armory Park; a East Ninth Street cerca del Shanty de North Fourth Avenue; a una casa que ahora ocupa El Charro Café en North Court Avenue en el Presidio; a un departamento en el segundo piso al lado del Temple of Music and Art en South Scott Avenue; y a su casa final en 1228 E. 12th St., a un lado de la escuela primaria Miles.

“El vecindario era fabuloso”, dijo la tía Esther, quien tenía 7 años cuando en 1949 mis abuelos se llevaron a la familia a una pequeña casa de dos recámaras en un barrio lleno de niños. En los siguientes años, mis abuelos establecieron un círculo cercano de buenos amigos, mucho de los cuales venían de familias mexicoamericanas de mucho tiempo en Tucsón.

Como inmigrantes y ciudadanos naturalizados, mis abuelos estaban orgullosos de ser norteamericanos. Lo asimilaron. Aprendieron inglés. Mi abuelo se incorporó a los clubes de los Elks y South Tucson Lions y al Club Latino. Jugaba golf en el campo privado El Rio Country Club (antes de que se convirtiera en una instalación municipal en 1968), y mi abuela era una ama de casa profesional que cosía ropa para sus hijas, creaba vestuario para presentaciones de Safford Elementary School y hacía vestiditos para las muñecas Barbie de mi hermana Carmen.

Pero mis abuelos mantuvieron su amor y orgullo por México. Disfrutaban de escuchar la música mexicana y seguido hablaban en español, y mi abuelo coleccionó varios libros sobre la Revolución Mexicana. Inculcaron en sus hijas el amor por el legado mexicano.

“Yo sabía que si Dios hablaba algún idioma, sería el español”, dijo mi tía Esther.

Mis abuelos vivieron para disfrutar de sus 11 nietos y varios bisnietos.

Mi abuelito murió el 17 de diciembre de 1993, a los 88 años. Mi abuelita no duró mucho tiempo como viuda; murió 19 días después, el 5 de enero de 1994. Tenía 82 años. Están enterrados uno al lado del otro en Holy Hope Cemetery.

Crecieron amando a Tucsón. Reflejaban la historia de Tucsón, su experiencia mexicoamericana y se abrazaban a esta ciudad como si hubieran nacido aquí.


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Ernesto “Neto” Portillo Jr. es editor de La Estrella de Tucsón. Contáctalo en netopjr@tucson.com o al 573-4187.

Traducido por Liliana López Ruelas.